Cuanta más carga transporta un barco, mayores son las ganancias para su armador. Pero hay un límite en el que la cantidad de la carga puede volverse peligrosa para la integridad del barco y su tripulación. Todo barco necesita de una altura mínima entre la cubierta principal y la línea de flotación, su francobordo, para reducir al mínimo el agua que pueda entrar en su interior al navegar en mala mar y proporcionar una reserva de flotabilidad frente a una inundación accidental de su interior por una vía de agua. Pero un armador sin escrúpulos podría sobrecargar su buque y ponerlo en riesgo junto con su tripulación, sobre todo si el barco es viejo o no muy valioso, o en el caso de que tenga una póliza de seguros cuyo capital supere el precio de venta del buque. Llevamos muchos años buscando soluciones para estos problemas. Por ejemplo, los países de la Liga Hanseática del norte de Europa o las repúblicas marítimas del Mediterráneo en el Medievo ya obligaban a pintar líneas en los cascos de las naves para marcar el calado máximo. O cuando en 1835 el Lloyd’s Register introdujo una nueva normativa por la cual el francobordo debería tener de 2 a 3 pulgadas por cada pie de puntal de bodega. Pero a mediados del siglo XIX se perdían cada año las vidas de cientos de marinos por el hundimiento de buques sobrecargados. Hasta la llegada no de un capitán ni de un ingeniero naval, sino del parlamentario británico Samuel Plimsoll, de su lucha y de la introducción de la marca de francobordo. Ahí cambió todo.